miércoles, 16 de abril de 2014

Cuando llegan los mejores días de primavera

Reverie, de Robert Reid

En San Sebastián la primavera ha llegado después de un invierno que se nos ha hecho a todos muy largo. Invierno y crisis son una pareja que pesa. Ando leyendo a Andrés Trapiello y uno de estos días me he tropezado con unas páginas tan hermosas y tan a propósito de los días que vivimos que me ha parecido hasta egoísta quedármelas para mí sola. Las comparto con ustedes en esta entrada y la siguiente. La cita es un poco larga pero yo creo que merece la pena. Ya me dirán.

"Se había metido el sol por la reja del estudio, como un gato, arqueando el lomo y afilando la cabeza. llegaba muy ufano, con la armadura bruñida y limpia, después de dejar fuera de combate las ramas de un alcornoque, en las que suele dejarse la piel los días nublados del invierno. Pero del invierno ya nos hemos olvidado del todo. Ese sí que ha quedado definitivamente tendido en el campo de batalla. ¿Quién recogerá su cuerpo sin vida? ¿En qué cabaña estada llorando por él la joven que lo amaba? Si a la cabaña de los pobres llegara el cartero, le pondría un telegrama de condolencia y le enviaría unas flores. Tiene que ser muy doloroso morirse justo en el momento en que empiezan a nacer todas las flores. Más incluso, tener que morirse uno para que todo lo demás florezca. Dejó el sol la loriga junto a la estufa y la lanza apoyada en la pared, y se sentó en la cama. Ni quería él trabajar ni que lo hiciera yo. Me gusta, no obstante, cuando llegan los mejores días de primavera, que el sol venga a visitarle a uno, porque teniendo tantos lugares a los que ir, castillos, mansiones, haciendas, busca nuestra pequeña casa. Pero no me gusta, en cambio, que entre de esa manera tan ostentosa, porque alguien podía verle y despertarle la envidia. En los pueblos pequeños todo se comenta y la envidia prende pronto. Tienen el sol para ellos todo el día, pero basta que se pare a hablar con uno unos minutos para que empiecen a sospechar que uno busca algo más. Allí lo tenía, sentado en el borde de la cama, con impaciencia. El hecho de que venga me permite incluso que me dirija a él como un poeta simbolista, a lo Francis Jammes: hermano sol, le digo, si quieres quedarte conmigo, no digas nada, no me distraigas, estáte ahí tranquilo sin decir una palabra; tengo que terminar mi trabajo. Le hablo como a un hermano menor, y él es obediente, cruza los pies y empieza a moverlos. No le llegan al suelo y viene en pantalón corto, y comienza a balancear las piernas, con las rodillas juntas y las manos debajo de los muslos. Mueve los pies como un péndulo. Conozco bien su estrategia, que es ponerme nervioso y distraerme. Si protesto, y le digo que se esté quieto y no me distraiga, él me dirá que no ha dicho nada, que le ordené silencio y que no ha sido él precisamente quien lo ha roto. Es su estrategia. Sabe que es suficiente estarse a mi lado un rato de ese modo moviendo los pies y mirando a la ventana, para que tarde o temprano no pueda uno vencer la tentación y acabe diciéndole, de acuerdo, vamos fuera. Y eso es lo que ocurrió a los cinco minutos."

Andrés Trapiello: La manía

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