Meghan, de Karen Offutt |
Recuerdo una película que contaba una historia normal, pero que para mí fue lo más triste que he podido ver en el cine. Cuando lo pienso bien, no creo que sea tan triste, aunque a mí me lo pareció. Jodie Foster, la hija de la historia viajaba para pasar las Navidades con su familia. Es habitual que los americanos se vayan a vivir a cientos y aún miles de kilómetros de distancia de sus familias y que después las visitas se vayan espaciando y pasen años sin verse e incluso se pierdan la pista. Pero en la película la familia al completo se reunía esas Navidades. Surgían las cuestiones habituales, discutían, se reconciliaban, nada nuevo bajo el sol.
Pero lo que a mí me pareció insoportablemente triste, es que el padre bajaba al sótano y allí, en un viejo sofá orejero, pasaba las tardes viendo vídeos de cuando sus hijos eran pequeños. Y en esos vídeos Jodie Foster y sus hermanos jugaban con su padre, reían, miraban a la cámara curiosos o corrían a subirse a un árbol. Y el padre, sentado en el sótano, detenía el tiempo de soledad en el que vivía para volver a ese en el que sus hijos eran pequeños y en el que, aunque él entonces no lo sabia, era feliz.
Y yo pensé que a mi me pasaría lo mismo, que consumiría mi invierno viendo vídeos en los que aparecieran mis hijos pequeños y eso me produce una gran tristeza, aunque no sé muy bien por qué.
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