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Les Chataigniers a Osny, de Camille Pissarro |
Hoy voy a hacer en este blog algo que no había hecho nunca (me temo que suena más prometedor de lo que es, aunque creo que les va a gustar). Les traigo un artículo de Félix de Azúa titulado "Enseñar la lengua" y publicado en esa estupenda Revista Cultural que es Jot Down. Si quieren pueden leerlo en su formato original o, para que nadie se quede sin leerlo por no hacer clic, se lo transcribo a continuación:
"A los españoles nos encanta zurrarnos
la badana con cualquier excusa, pero últimamente tiene mucho éxito lo de
agredirse por cuestiones lingüísticas. Desde los rancios catalanes que aún usan
como arma de ataque lo de «la lengua del imperio», hasta los chavistas
americanos que proponen eliminar el español de las escuelas para que los niños
solo hablen en indígena, parece como si las inquisiciones lingüísticas hubieran
suplantado a las teológicas.
Todo lo cual no es sino ignorancia de
lo que en realidad es el lenguaje y de las diferencias entre el lenguaje, las
lenguas y las hablas. Mi generación estudió bastante lingüística (sobre todo la
estructural, que es la más aburrida) porque en los años setenta parecía la
ciencia del futuro, la que lo explicaría todo, como en la actualidad los
divulgadores de la ciencia cognitiva. No lo fue, afortunadamente, pero ahora
las lenguas se estudian en los colegios como si fueran animales al borde de la
extinción. Pura zoología analfabeta, o sea, política.
No es precisamente la extinción lo
que amenaza al español, con sus quinientos millones de hablantes, pero sí la
ignorancia. La mayor parte de la población menor de cuarenta años no tiene ni
idea de qué clase de objeto, cosa, ente o quimera es la lengua española. Entre
otras cosas, ignoran que no es española, sino multinacional, y tan de los
bolivianos y chilenos como de los catalanes y vascos.
Un espléndido remedio a tanta
burricie es la muy notable exposición de la Biblioteca Nacional de Madrid que
conmemora los trescientos años del Diccionario de Autoridades. O lo que es
igual, los tres siglos de la Academia de la Lengua Española. Comisariada por Carmen
Iglesias y José Manuel Sánchez Ron, resume en siete capítulos la
historia de la cristalización moderna de nuestra lengua.
La labor de la Academia, contra lo
que creen los más simplones, no es la de momificar el idioma, sino precisamente
la de mantenerlo con vida. Observen a su alrededor y verán que los países con
mayor número y calidad de diccionarios son justamente los que mayor potencia
lingüística, literaria y política poseen. De hecho, el caso español es similar
al de la Gran Bretaña, donde una pequeña sede metropolitana hace de centro
geométrico de un universo centrífugo. Los diccionarios de inglés pueden incluir
aportaciones australianas, jamaicanas o canadienses, del mismo modo que en el
diccionario español figuran palabras argentinas, mejicanas o cubanas.
La historia de la Academia es
paralela a la de España. Sufrió las mismas represiones, guerras y
enfrentamientos, creció cuando el país se liberaba de los yugos militares y
eclesiásticos, decaía cuando sucedía lo contrario, y se ha tecnificado cuando
también nosotros hemos introducido cientos de aparatos en nuestra vida común.
La Academia es un organismo vivo cuya labor tiene algo de novela de fantasía:
un conjunto de sabios (muchos de ellos barbados) que se reúnen en enormes mesas
para discutir y dirimir el destino de las palabras. Podría ser una escena de Tolkien.
O también de la Biblia porque, como
bien sabemos, en el principio fueron las palabras. Una vez Yahve hubo creado a
Adán, lo llevó de paseo por el Edén para que pusiera nombre a cada animal,
planta o cosa que le interesara. Aquellas palabras son las causantes de que
haya camellos y cocodrilos, arcilla y manzanos, ríos y estrellas fugaces. Luego
los entes bautizados fueron tomando muchos otros nombres y también ellos
variaron lentamente, pero ya nunca más se separaron de su nombre original,
porque fuera del nombre no son nada, un amasijo de vísceras que se mueve
durante unos años y luego desaparece.
En realidad, los
únicos que en verdad a veces parece que nos separemos de nuestro nombre somos
los humanos. Por ejemplo, cuando peleamos por cuestiones lingüísticas. En
cuanto la interpretación de la lengua cae en manos de bárbaros y represores,
los humanos pierden su nombre y dejan de existir, como sucedió en el Tercer
Reich según cuenta el gran Klemperer. Agárrense a las palabras. Son
nuestro flotador en el océano de la aniquilación."
¿Qué les ha parecido? A mi me ha encantado.