Balalaika Player, de Nikolay Bogdanov-Belsky |
Durante cinco años, nuestra casa tenía un miembro más en verano: Iván. Era un niño delgadito, rubio y de grandísimos ojos azules que venía de Chernóbil. El primer verano tenía 8 años y era una guindilla con ojos. Cuando llegó no sabía una palabra de castellano y nos entendíamos por señas. Teniendo en cuenta lo listo que resultó ser, no sé yo si no habría aprendido castellano en los dos primeros días y el resto del tiempo no se dedicaría a pasárselo pipa viéndonos hacer más gestos que un mimo.
Iván nos dejó muchas cosas y entre ellas sus propios giros del lenguaje, expresiones tan suyas que dejábamos de corregírselas porque nos gustaban mucho. Tanto es así que todavía hoy, cuando con este son ya tres los veranos que ha dejado de venir, en casa decimos ¿es qué es?, por ¿esto qué es?, ¿nónde tú?, para preguntar dónde estabas o dónde habías estado. La 'f' le resultaba imposible de pronunciar según entre qué letras y siempre decía ¿qué hafes?, cosa que en casa repetimos así de incorrectamente.
El que fue su último verano con nosotros se puso muy enfermo y ya no ha podido volver a viajar, pero seguimos hablando con él por Skype, por teléfono, chateamos, nos escribimos y siempre está con nosotros cada vez que maltratamos el idioma o, mejor dicho, lo hacemos nuestro con expresiones que inventó Ivan. Va por ti, Marchenko, de Gemaska.